Que Internet no es el futuro, sino el presente, como decía Álex de la Iglesia en su comentadísimo discurso de despedida como presidente de la Academia de Cine, parece una evidencia palpable que no requiere mayor elucidación. Más discutible resulta, como también afirmaba el gran cineasta, que sea «la salvación del cine»; aunque, desde luego, un hipotético cine del porvenir (y lo mismo podría predicarse de otras expresiones artísticas) que pretenda subsistir al margen de Internet o contra Internet no parece concebible. Esta supervivencia del cine contra Internet es la que postula, sin embargo, la llamada «ley Sinde», a la que no auguramos un destino feliz. Los jueces españoles podrán ponerse a cerrar páginas de descargas a troche y moche; pero a los mantenedores de tales páginas les bastará con alojarlas en servidores de otros países, para escapar a su jurisdicción. Y, aun suponiendo que llegara a consolidarse una legislación de ámbito universal que persiguiera este tipo de páginas, los internautas (que no son una secta de extraviados delincuentes o una minoría refugiada en las alcantarillas de la sociedad, como a veces se les pretende caracterizar ridículamente, sino el común de la población) se las ingeniarían para intercambiar archivos por otros procedimientos, mismamente a través del correo electrónico.
Lo que legislaciones como la llamada «ley Sinde» nos permiten barruntar es que, en los próximos años, el poder establecido va a tratar de fiscalizar Internet hasta extremos que hoy nos resultan inconcebibles. Desde luego, la «ley Sinde» es una antigualla, antes incluso de entrar en vigor, y un instrumento que no tardará en revelarse inútil; pero lo que en ella cuenta, más que los resultados, es el propósito, inequívocamente fiscalizador, que augura el advenimiento de una nueva era en la que el poder político y económico van a intentar domeñar Internet, que es algo así como un niño que han criado a sus pechos, en la esperanza de convertirlo en un instrumento más al servicio de sus intereses, y que sin embargo les ha salido respondón. Ignoro si ese propósito fiscalizador (que hoy se nos antoja una tarea tan inabarcable como tratar de encerrar el agua del océano en un hoyo excavado en la arena) alcanzará su objetivo, haciendo de Internet una suerte de tentáculo o extensión del poder establecido; o si, por el contrario, Internet hará añicos el control que las oligarquías políticas y económicas ejercen sobre la sociedad. Lo que sí me parece incontestable es que en los próximos años, tal vez décadas, asistiremos a ese combate sin cuartel, que cambiará la fisonomía del poder y tal vez dé al traste con el modelo de sociedad que conocemos. Y, mientras ese combate dure, el afán fiscalizador no hará sino crecer.
Que al poder establecido le interesa un homo videns perpetuamente colgado de una pantalla, hipnotizado por lo que esa pantalla le muestra, acogido en esa pantalla como en una tibia placenta que lo envuelve en su abrazo y rompe sus vínculos con la realidad es algo fuera de toda duda; pero para que ese homo videns sea el perfecto esclavo atiborrado de imágenes que entorpecen su capacidad de raciocinio, lacayo de los estímulos que desde la pantalla le llegan, el poder establecido necesita construir un Internet que sirva plenamente a sus intereses, que desempeñe el mismo papel idiotizante y alienador que en la actualidad desempeñan otros medios de comunicación de masas, dedicados a embrutecer sensibilidades y a golpear las meninges con rudimentarias consignas. Internet, desde luego, posee una naturaleza más hipnótica (y, por ende, embrutecedora) que la de cualquier otro medio de comunicación de masas, pues ofrece al usuario una capacidad de elección casi infinita (o siquiera su simulacro). Pero, al mismo tiempo, Internet permite al usuario «montárselo por su cuenta»; y aunque la inmensa mayoría de la gente, pensando que se lo monta por su cuenta, no hace sino montárselo al gusto del poder que desea alienarla, es cierto que Internet permite campar por sus fueros a francotiradores que nada tienen que ver con ese homo videns reducido a la esclavitud, tan querido por el poder. Contra esos francotiradores que, al modo de la levadura, podrían propiciar con el tiempo un cataclismo en el modelo de dominación establecido se proponen actuar, mediante una fiscalización de Internet que hoy ni siquiera podemos imaginarnos; pero que, a poco que vivamos, experimentaremos en nuestras propias carnes.
Lo que legislaciones como la llamada «ley Sinde» nos permiten barruntar es que, en los próximos años, el poder establecido va a tratar de fiscalizar Internet hasta extremos que hoy nos resultan inconcebibles. Desde luego, la «ley Sinde» es una antigualla, antes incluso de entrar en vigor, y un instrumento que no tardará en revelarse inútil; pero lo que en ella cuenta, más que los resultados, es el propósito, inequívocamente fiscalizador, que augura el advenimiento de una nueva era en la que el poder político y económico van a intentar domeñar Internet, que es algo así como un niño que han criado a sus pechos, en la esperanza de convertirlo en un instrumento más al servicio de sus intereses, y que sin embargo les ha salido respondón. Ignoro si ese propósito fiscalizador (que hoy se nos antoja una tarea tan inabarcable como tratar de encerrar el agua del océano en un hoyo excavado en la arena) alcanzará su objetivo, haciendo de Internet una suerte de tentáculo o extensión del poder establecido; o si, por el contrario, Internet hará añicos el control que las oligarquías políticas y económicas ejercen sobre la sociedad. Lo que sí me parece incontestable es que en los próximos años, tal vez décadas, asistiremos a ese combate sin cuartel, que cambiará la fisonomía del poder y tal vez dé al traste con el modelo de sociedad que conocemos. Y, mientras ese combate dure, el afán fiscalizador no hará sino crecer.
Que al poder establecido le interesa un homo videns perpetuamente colgado de una pantalla, hipnotizado por lo que esa pantalla le muestra, acogido en esa pantalla como en una tibia placenta que lo envuelve en su abrazo y rompe sus vínculos con la realidad es algo fuera de toda duda; pero para que ese homo videns sea el perfecto esclavo atiborrado de imágenes que entorpecen su capacidad de raciocinio, lacayo de los estímulos que desde la pantalla le llegan, el poder establecido necesita construir un Internet que sirva plenamente a sus intereses, que desempeñe el mismo papel idiotizante y alienador que en la actualidad desempeñan otros medios de comunicación de masas, dedicados a embrutecer sensibilidades y a golpear las meninges con rudimentarias consignas. Internet, desde luego, posee una naturaleza más hipnótica (y, por ende, embrutecedora) que la de cualquier otro medio de comunicación de masas, pues ofrece al usuario una capacidad de elección casi infinita (o siquiera su simulacro). Pero, al mismo tiempo, Internet permite al usuario «montárselo por su cuenta»; y aunque la inmensa mayoría de la gente, pensando que se lo monta por su cuenta, no hace sino montárselo al gusto del poder que desea alienarla, es cierto que Internet permite campar por sus fueros a francotiradores que nada tienen que ver con ese homo videns reducido a la esclavitud, tan querido por el poder. Contra esos francotiradores que, al modo de la levadura, podrían propiciar con el tiempo un cataclismo en el modelo de dominación establecido se proponen actuar, mediante una fiscalización de Internet que hoy ni siquiera podemos imaginarnos; pero que, a poco que vivamos, experimentaremos en nuestras propias carnes.
Y cuantísima razón tiene...