Por Toni García Arias
Hace unos 20 años, estaba yo dando clase de ciencias naturales a mis alumnos de 8º de EGB cuando al aula entró el director del colegio. Mientras los alumnos estaban realizando sus tareas, el director me comentó que aquella era su asignatura favorita. Yo le dije que a mí me gustaba mucho el tema que estábamos dando, que era el de los minerales, gracias a un maestro que tuve que me enseñó a valorar el prodigio que había detrás de su formación. Entonces, el hombre me dijo que al lado del colegio había un campo donde había minerales, sobre todo calcita y aragonito. Me preguntó si me gustaría ir, y le dije que por supuesto, pensando que organizaríamos alguna excursión. Entonces, se dirigió a los alumnos y les dijo “poneos en fila que nos vamos a recoger minerales”. Todavía impactado, salimos del colegio, recorrimos unos diez minutos caminando y llegamos a un campo donde los alumnos comenzaron a buscar minerales mientras entre el director y yo les íbamos diciendo si eran minerales o no y los nombres de lo que habían encontrado. La excursión fue tan amena que los alumnos llegaron a la siguiente sesión de inglés media hora tarde. Durante todo el trayecto de ida y de vuelta, el director y yo fuimos a la cabeza de la comitiva charlando animadamente de nuestras experiencias como maestros sin mirar ni un momento hacia atrás.
Hoy en día, eso sería imposible. Primero, tendríamos que tener una autorización de salida, ya que -de lo contrario- no podríamos salir del colegio así alegremente a aprender por el mundo adelante. También deberíamos informar de que los alumnos se tendrían que agachar para recoger minerales y de que se iban a ensuciar las manos, ya que siempre podría acudir al colegio algún padre iluminado a denunciar que no le parecía bien que su hijo hiciese esfuerzos inútiles y, mucho menos, que se le obligase a ensuciarse las manos para buscar minerales que se podían comprar fácilmente por fascículos. Del mismo modo, algún padre podría acudir alegando que su hijo no iba a ser arqueólogo ni mierdas de esas, por lo que no vería bien esa excursión. Además, tendríamos que recoger la excursión en la Programación Didáctica, con sus objetivos y su evaluación, porque de lo contrario, ante la denuncia de un padre, inspección educativa comprobaría que, efectivamente, esa actividad no estaba recogida en la PGA y, ante cualquier incidencia, el docente podría pagar las consecuencias por el grave acto de sacar a los niños al mundo a aprender. Del mismo modo, esta actividad podría implicar que no trabajamos los minerales en el libro de texto, por lo que cualquier padre podría suponer que el maestro no trabaja bien en su clase por no seguir el libro. Asi mismo, al maestro de inglés tampoco le gustaría que sus alumnos llegasen tarde a su sesión, porque eso le retrasaría su programación, obligándole a realizar ajustes para que la santísima Programación Didáctica no se viese alterada. Obviamente, el director y yo tampoco podríamos ir hablando animadamente de nuestras experiencias sin mirar hacia atrás, ya cuando llegásemos al colegio, tendríamos a la mitad de los alumnos detrás y a la otra mitad perdidos. Esto, por supuesto, supondría una grave sanción para el docente, ya que en nuestro país la culpa de que alguien no cumpla una norma no es de quien la incumple sino de quien no vigila.
Por desgracia, hoy en día ya no se enseña. Se intenta, pero no se enseña. La enseñanza está enferma. Y está enferma porque no tiene maestros que enseñen, sino burócratas que rellenan papeles. La administración ha reconvertido a los maestros intelectuales en meros muñecos mecánicos ejecutores de una normativa absurda creada por personas que no saben de educación. Los centros no cuentan con la más mínima autonomía curricular ni económica y los docentes son esclavos de los documentos del centro ante la vigilante mirada de la administración. Por si esto fuese poco, los padres han terminado por destrozar la autoridad de los docentes; una autoridad absolutamente imprescindible para poder educar. Las mesas de los directores y de los inspectores se han llenado de constantes quejas y denuncias. Que si el profesor le tiene manía a su hijo; que si no le parece bien un 9,5, que cree que su hijo merece un 10 (en 1º de Primaria); que los 8 partes de indisciplina que se le han abierto a su hijo son porque los profesores no lo entienden; que si su hijo dice tacos es porque los aprende en el colegio; que si su hijo no quiere dar música porque no va a ser Mozart; que si su hijo no iba a inglés porque aquí se habla español (en 2º de Primaria); que qué daño hace su hijo con fumarse un porro, que todos los jóvenes lo hacen; que la culpa de que su hijo perdiese un diente en una pelea en mitad del patio era culpa del maestro que no vigilaba; que quiere los exámenes fotocopiados porque no se fía del maestro; que es normal que un niño vaya tocándole las tetas a las niñas; que su hijo no va a hacer los deberes porque a él no le da la gana (o, literalmente, porque no le sale de sus santos cojones); que si su hijo se aburre en clase porque es de altas capacidades (ya se sabe que alumnos de altas capacidades hay pocos, pero padres de alumnos con altas capacidades, a millares); que su hijo no termina las actividades en casa porque no lo apunta en la agenda y eso es culpa del maestro que no lo comprueba (en una clase de 25 alumnos de 6º de Primaria); que si los niños pasan frío en la fila a la entrada del colegio; que si pasan mucho calor en el patio en verano; que si se mojan los pies cuando llueve; que si patatín; que si patatán. Todo esto y mucho más lo he presenciado en los últimos años.
Todo ello ha generado un colectivo docente sin autoridad, con miedo a salirse del libro de texto y de la programación, con miedo a realizar actividades más allá de lo normal por temor a las quejas de los padres o al mal comportamiento de los alumnos que posteriormente será justificado por los padres, con miedo a la administración cuyo rostro visible casi siempre es sancionador; docentes muchas veces desmotivados, con ganas de que el día pase sin grandes incidencias, sabiendo que en muchos casos la sociedad solo ve en la escuela una guardería donde aparcar a los niños mientras los padres trabajan, sin que a esa sociedad ni a la administración le interese realmente la educación, algo que se demuestra en la dejadez del ministerio, de las consejerías y de los ayuntamientos, que recortan el presupuesto en educación de manera continuada. Y, sin embargo, a pesar de que los maestros tienen en contra a una sociedad que no los valora (o que los llama vagos directamente), a unos padres cuyas absurdas reclamaciones minan su motivación, a una administración que solo se preocupa de que rellenen papeles y a la propia ley, que entorpece su tarea de aula, los docentes españoles consiguen que sus alumnos estén en la media de la OCDE en los informes PISA. Imaginaos lo que harían si se les dejase en paz.