Las culturas difuntas tienen muchas maneras de hablar y hacer perdurar su mensaje. Lo hacen a través de pirámides, monolitos, estatuas, tótems, papiros o piedras crípticas descifradas con sudor y lágrimas. Pero más que nada su principal canal de transmisión es la basura. Puede que sea un diálogo silencioso y hasta desagradable, pero es ahí, en el corazón mismo de lo consumido y lo desechado, donde revelan su más auténtica forma de ser; no cómo se mostraron sino más bien cómo eran en realidad. Hábitos alimentarios, formas de vestirse, estilos de caza, madurez o inmadurez alfarerística, todo está ahí, aguardando a aquel que no lo domine la sensación de asco, se calce los guantes y se zambulla con gusto en las capas geológicas de basura y desperdicios.
Aun así no hay que preocuparse mucho por la limpieza. Al fin y al cabo, según se sabe desde hace un par de décadas, no es del todo necesario hundirse en basurales para toparse con esos antiguos mensajes. El pasado está escrito en el propio cuerpo y se puede leer no sólo en las canas y en las arrugas sino mucho más adentro: en el genoma mismo. Libro de la vida, manual de instrucciones para construir y hacer funcionar el cuerpo humano, el conjunto de todos los genes humanos (segmentos diminutos de ADN que controlan una función celular específica y que vienen empaquetados en 23 pares de cromosomas distintos) constituye un archivo casi inagotable de historias y recuerdos de épocas tal vez no mejores, pero distintas, como por ejemplo cuando los actuales 6500 millones de individuos que circulan y barnizan el planeta Tierra eran apenas criaturas unicelulares, gusanos o peces que en algún momento tomaron ímpetu y decidieron emigrar a tierra firme.
Se dice que la actual es una generación afortunada, la única en toda la historia de la humanidad que tendrá el lujo de leer su propio guión, su plano de construcción (tal vez el optimismo sea desmedido, a fin de cuentas también es la primera vez que la especie es tecnológicamente capaz de decidir su autodestrucción). Lo cierto es que en aquellas recetas químicas y codificadas de las que sale como resultado el ser humano –los genes, hasta hace poco inaccesibles y misteriosos– quedó guardado el registro evolutivo del camino recorrido por las máquinas de supervivencia que somos.
Las sorpresas y los golpes al ego no tardaron en llegar apenas la caja de Pandora –el genoma humano mismo– comenzó a abrirse. No sólo expulsó del vocabulario científico la palabra “raza”, sino que reafirmó el parentesco íntimo y cercano con los chimpancés (es justo decir que el ser humano es chimpancé en aproximadamente un 98 por ciento). El desciframiento del genoma humano tenía guardadas otras sorpresas: también reveló por ejemplo que estamos más cerca de las ratas que de los gatos.
El segundo batacazo al amor propio vino, en cambio, no desde el lado de la calidad sino de la cantidad. Una simple (pero drástica) reducción hizo temblar la autoestima de la humanidad: de los especulados 150 mil genes que constituían a un ser humano se cayó a una cifra mucho más modesta pero no por eso menos importante, 30 mil, en comparación con los 6000 de la levadura de la cerveza Saccharomyces cerevisae, los 19.100 del gusano Caenorhabditis elegans y los 26.000 de la planta Arabidopsis thaliana. “Desde el punto de vista bioquímico, no existen grandes diferencias entre una col y un rey”, decía el biólogo francés Jacques Monod.
Sin embargo, las estocadas al antropocentrismo no se detuvieron ahí. Casi sin mucha pompa mediática, el Proyecto Genoma Humano llegó también a la conclusión de que cada individuo es, literalmente, una basura. Así es (si se siguen al pie de la letra las definiciones conceptuales de la biología molecular): del 100 por ciento del genoma, sólo el 3 por ciento tiene función aparente y codifica –fabrica– proteínas. ¿Y el 97 por ciento restante? A ese resto, del que se sabía su existencia hace décadas aunque no cuál era su proporción, el japonés Susumu Ohno lo bautizó en 1972 “junk DNA” (o “ADN basura”) mientras que el siempre polémico Richard Dawkins lo etiquetó como “ADN egoísta”, un revoltijo de secuencias repetitivas y aleatorias que nadan en todos los cromosomas y hasta no hace mucho consideradas inservibles, una especie de escenografía de fondo que cobijaba a los genes protagonistas.
Hasta hay científicos que se refieren al ADN basura como “pseudogenes”, “genes satélites” o como residuos de virus ancestrales que invadieron el genoma humano hace millones de años y ya sea por comodidad o conveniencia allí se quedaron acampando; una hipótesis que cuadra perfectamente con los diálogos de la trilogía The Matrix en los que, en medio del pastiche filosófico y posmodernista, se afirma que el ser humano no es más que un virus informático que debe ser aniquilado. En 1999 se conoció, por ejemplo, que uno de estos okupas es el retrovirus HERV-K (Human Endogenous Retrovirus-K), del que hay 30 a 50 copias repartidas en los cromosomas.
La cuestión es que estas secuencias repetitivas (llamadas transposones), que hasta hace poco se consideraban relleno o meras actrices de reparto, están acaparando cada vez más atención. Incluso se presume que es allí donde hay que enfocar la vista para advertir los motores de la evolución: de hecho, hay unos transposones especiales y diminutos llamados “Alu” (de 300 bases de longitud) que, según científicos del Centro Sidney Kimmel de San Diego (Estados Unidos), al brincar por el genoma ponen muchos genes dispersos bajo un nuevo control que los active un poco más, un poco menos, según su trayectoria de vida. En esa capacidad de saltar de un lado a otro del genoma tal vez anide la repuesta a por qué la especie humana no es como era hace tres millones de años y tal vez no lo sea en los tres millones de años que vengan.
Enterrada la idea causal y determinista de que a cada gen (y su modificación) le correspondía una enfermedad, el paradigma sistémico que cobra cada vez más auge está asociado a la idea de que el ADN basura –los “textos absurdos” del libro de la vida– en realidad no es tan inservible sino que tiene de hecho una función mecánica de acople, por así llamarla, en un funcionamiento orquestal de todos los genes al unísono.
Sin tener mucha certeza sobre qué camino tomar respecto del ADN basura en los últimos años, más de 700 investigaciones se enfocaron en él, aunando el conocimiento de biólogos, criptoanalistas y lingüistas, para tal vez descifrar un nuevo lenguaje dentro del ya caótico pero maravillosamente trascendental lenguaje genético.
Aun así no hay que preocuparse mucho por la limpieza. Al fin y al cabo, según se sabe desde hace un par de décadas, no es del todo necesario hundirse en basurales para toparse con esos antiguos mensajes. El pasado está escrito en el propio cuerpo y se puede leer no sólo en las canas y en las arrugas sino mucho más adentro: en el genoma mismo. Libro de la vida, manual de instrucciones para construir y hacer funcionar el cuerpo humano, el conjunto de todos los genes humanos (segmentos diminutos de ADN que controlan una función celular específica y que vienen empaquetados en 23 pares de cromosomas distintos) constituye un archivo casi inagotable de historias y recuerdos de épocas tal vez no mejores, pero distintas, como por ejemplo cuando los actuales 6500 millones de individuos que circulan y barnizan el planeta Tierra eran apenas criaturas unicelulares, gusanos o peces que en algún momento tomaron ímpetu y decidieron emigrar a tierra firme.
Se dice que la actual es una generación afortunada, la única en toda la historia de la humanidad que tendrá el lujo de leer su propio guión, su plano de construcción (tal vez el optimismo sea desmedido, a fin de cuentas también es la primera vez que la especie es tecnológicamente capaz de decidir su autodestrucción). Lo cierto es que en aquellas recetas químicas y codificadas de las que sale como resultado el ser humano –los genes, hasta hace poco inaccesibles y misteriosos– quedó guardado el registro evolutivo del camino recorrido por las máquinas de supervivencia que somos.
Las sorpresas y los golpes al ego no tardaron en llegar apenas la caja de Pandora –el genoma humano mismo– comenzó a abrirse. No sólo expulsó del vocabulario científico la palabra “raza”, sino que reafirmó el parentesco íntimo y cercano con los chimpancés (es justo decir que el ser humano es chimpancé en aproximadamente un 98 por ciento). El desciframiento del genoma humano tenía guardadas otras sorpresas: también reveló por ejemplo que estamos más cerca de las ratas que de los gatos.
El segundo batacazo al amor propio vino, en cambio, no desde el lado de la calidad sino de la cantidad. Una simple (pero drástica) reducción hizo temblar la autoestima de la humanidad: de los especulados 150 mil genes que constituían a un ser humano se cayó a una cifra mucho más modesta pero no por eso menos importante, 30 mil, en comparación con los 6000 de la levadura de la cerveza Saccharomyces cerevisae, los 19.100 del gusano Caenorhabditis elegans y los 26.000 de la planta Arabidopsis thaliana. “Desde el punto de vista bioquímico, no existen grandes diferencias entre una col y un rey”, decía el biólogo francés Jacques Monod.
Sin embargo, las estocadas al antropocentrismo no se detuvieron ahí. Casi sin mucha pompa mediática, el Proyecto Genoma Humano llegó también a la conclusión de que cada individuo es, literalmente, una basura. Así es (si se siguen al pie de la letra las definiciones conceptuales de la biología molecular): del 100 por ciento del genoma, sólo el 3 por ciento tiene función aparente y codifica –fabrica– proteínas. ¿Y el 97 por ciento restante? A ese resto, del que se sabía su existencia hace décadas aunque no cuál era su proporción, el japonés Susumu Ohno lo bautizó en 1972 “junk DNA” (o “ADN basura”) mientras que el siempre polémico Richard Dawkins lo etiquetó como “ADN egoísta”, un revoltijo de secuencias repetitivas y aleatorias que nadan en todos los cromosomas y hasta no hace mucho consideradas inservibles, una especie de escenografía de fondo que cobijaba a los genes protagonistas.
Hasta hay científicos que se refieren al ADN basura como “pseudogenes”, “genes satélites” o como residuos de virus ancestrales que invadieron el genoma humano hace millones de años y ya sea por comodidad o conveniencia allí se quedaron acampando; una hipótesis que cuadra perfectamente con los diálogos de la trilogía The Matrix en los que, en medio del pastiche filosófico y posmodernista, se afirma que el ser humano no es más que un virus informático que debe ser aniquilado. En 1999 se conoció, por ejemplo, que uno de estos okupas es el retrovirus HERV-K (Human Endogenous Retrovirus-K), del que hay 30 a 50 copias repartidas en los cromosomas.
La cuestión es que estas secuencias repetitivas (llamadas transposones), que hasta hace poco se consideraban relleno o meras actrices de reparto, están acaparando cada vez más atención. Incluso se presume que es allí donde hay que enfocar la vista para advertir los motores de la evolución: de hecho, hay unos transposones especiales y diminutos llamados “Alu” (de 300 bases de longitud) que, según científicos del Centro Sidney Kimmel de San Diego (Estados Unidos), al brincar por el genoma ponen muchos genes dispersos bajo un nuevo control que los active un poco más, un poco menos, según su trayectoria de vida. En esa capacidad de saltar de un lado a otro del genoma tal vez anide la repuesta a por qué la especie humana no es como era hace tres millones de años y tal vez no lo sea en los tres millones de años que vengan.
Enterrada la idea causal y determinista de que a cada gen (y su modificación) le correspondía una enfermedad, el paradigma sistémico que cobra cada vez más auge está asociado a la idea de que el ADN basura –los “textos absurdos” del libro de la vida– en realidad no es tan inservible sino que tiene de hecho una función mecánica de acople, por así llamarla, en un funcionamiento orquestal de todos los genes al unísono.
Sin tener mucha certeza sobre qué camino tomar respecto del ADN basura en los últimos años, más de 700 investigaciones se enfocaron en él, aunando el conocimiento de biólogos, criptoanalistas y lingüistas, para tal vez descifrar un nuevo lenguaje dentro del ya caótico pero maravillosamente trascendental lenguaje genético.